Estuvo dos meses en el CTI y le ganó al nuevo coronavirus: “Yo no soy Superman”

Se contagió el 14 de marzo y este lunes prevé que le den el alta domiciliaria, cuatro meses más tarde del inicio de esta historia.

ACTUALIDAD - Coronavirus 19 de julio de 2020 Victor Camargo Victor Camargo
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Daniel Augustower (60) cree que fue el destino. Aquel sábado 14 de marzo no pensaba salir de su casa. Pero en la nochecita lo mensajearon dos amigos que se habían juntado a jugar al truco, Germán Fernández y Tomás “Cóndor” Pugliese. “Recién terminamos, vamos a comer al Costa Azul. ¿Venís?”, le preguntaron. Él dudó porque estaba a punto de pedir la cena pero al final dijo que sí, que iba.

El destino o vaya uno a saber qué. En la mesa del Costa Azul lo esperaban ellos dos y una tercera persona que apenas conocía de vista y que será clave en este relato: el dirigente de Rentistas José “Pino” Marciano. Él no lo sabía, pero esa noche ya tenía el virus y se lo pasaría a los otros tres comensales.

Aquellos chivitos y aquellas pizzas lo condenaron a estar dos meses internado -50 días en cuidados intensivos conectado a un respirador artificial- con COVID-19. Daniel Augustower fue uno de los primeros casos graves de enfermos con SARS-CoV-2 en el país y, de hecho, los médicos llegaron a pensar que era difícil que se salvara. Pero esta historia tiene un final feliz.

En casa.

Se abre la puerta del apartamento, un segundo piso en un edificio sobre la rambla de Pocitos, y aparece la figura de este hombre alto, levemente encorvado y de caminar algo lento. Sonríe amable e invita a pasar. En un oído se ve un audífono y esa es parte de la explicación de por qué esta charla demoró casi dos meses en producirse: una de las secuelas que le quedó es un problema auditivo con el que está aprendiendo a convivir.

La primera vez que lo contactó El País fue el lunes 25 de mayo, una vez que había salido del Hospital Británico. Desde su entorno pidieron tiempo: él quería hablar pero aún estaba débil y escuchaba poco.

Augustower es empresario (tiene un parking y es importador de calzado y lámparas LED), dirigente histórico de básquetbol en Hebraica y Macabi y también juega al póker.

Se sienta en el sillón del living, con vista a la rambla, donde a esta hora pasa poca gente. Es una tarde de jueves y hace frío. Dice que quiere contar su historia porque busca dar “un mensaje de esperanza” a familiares de gente que hoy pasa por una situación similar a la de él o incluso a enfermos, justo ahora cuando el panorama sanitario vuelve a tornarse complejo en Montevideo.

“Mi caso fue de los peores y quedé casi sin secuelas tras 60 días. Y eso que al principio había menos literatura médica”, afirma. “No creo que haya muchos casos parecidos. Así que cualquiera se puede salvar”.

Volvamos a la mesa del Costa Azul esa noche del 14 de marzo. Augustower se sentó al lado de Marciano, quien estornudaría unas cuantas veces. "Cuando como, estornudo mucho", aclaró Marciano a sus compañeros y no le dieron mucha trascendencia. Recién se habían conocido los primeros cuatro casos de coronavirus en el país: el distanciamiento y el uso de tapabocas estaban lejos de ser hábitos arraigados.

Después del Costa Azul, decidieron seguir al cercano Expreso Pocitos pero Marciano no fue. No se sentía del todo bien. Unos días después lo internaron y murió un mes más tarde.

Augustower se empezó a sentir mal casi una semana después de aquella cena: tuvo dolores de cabeza y 39 grados de fiebre. Llamó a la emergencia y le ordenaron un hisopado. Creían que podía ser coronavirus pero lo dejaron pasar la noche en su casa y al otro día a la mañana lo fueron a buscar. Salió caminando a las ocho y se subió a una ambulancia rumbo al hospital. Ya en la habitación empezaron algunos problemas respiratorios. Acostado en la cama, mandó mensajes a unos 20 amigos y familiares: “Me contagiaron y estoy en el Hospital Británico”.

A las 24 horas dio positivo y enseguida pasó al CTI. Ahí vinieron casi 50 días que para Augustower no existieron: estuvo dormido. Lo intubaron y fue el momento más crítico, los primeros días de abril, que justo coincidieron con su cumpleaños, el 3 de abril. Allí en cuidados intensivos comprobaron que el COVID-19 le había atacado los pulmones pero también los riñones porque él ya tenía una enfermedad renal que se llama glomerulopatía. De hecho, tuvieron que hacerle diálisis cada dos días en el CTI.

Cada mediodía el doctor Alejandro Sulca llamaba a su mujer, Rosa Bella, para pasarle el informe médico. “Lo único que queremos saber es si sufre”, era la pregunta habitual. Y le respondían que no, que no sufría absolutamente nada.

“Está muy difícil para que se salve pero la vamos a pelear", era lo que le repetían a Bella aquellos primeros días. La situación era angustiante porque además ella estuvo aislada en su casa un mes, incluso sin ver a sus hijos: era paciente de riesgo y había estado en contacto con su marido. “No podían verse entre ellos. Era bastante traumático, tremendo", dice hoy Augustower, por todo lo que le contaron.

-¿Se acuerda exactamente qué día se despertó?

-Esperá que le pregunto a mi señora -dice y se para, camina hasta la cocina y vuelve con las fechas exactas. A él los días se le mezclan y, claro, es un largo período que no vivió.

Cuenta entonces que la primera vez que se despertó fue el 27 de abril, unos 35 días después de la internación. Pero el 1° de mayo lo atacó una bacteria, de esas que andan por los CTI, y llegó la peor noticia para la familia: había que volver a intubarlo y dormirlo. Fue un baldazo de agua fría.

-El golpe que habrá sido para su familia…

-Lógico. Y ese 1° de mayo me tuvieron que dar un antibiótico. Entonces avisaron a mi familia que podía afectar al oído. Y fue lo que pasó. Pero me daban el antibiótico o moría.

Estuvo en esa situación seis días más y el 6 de mayo se volvió a despertar. Ahí surgió un nuevo problema. Le pasaban la mano delante de los ojos y no reaccionaba. Los médicos temieron un daño cerebral pero al final terminó siendo solo una consecuencia de haber estado tanto tiempo inconsciente. La situación se mantuvo durante tres días hasta que Daniel empezó a seguir con la vista los movimientos que el médico le hacía con su dedo. “Ahí se dieron cuenta que, si había daño cerebral, al menos no era severo", cuenta él.

Unas horas después pudo decir sus primeras palabras. En aquel entonces pensó que habían pasado tres o cuatro días desde su internación: “No tenía la menor idea de lo que había pasado. No tenía noción del tiempo”.

Entonces un médico le explicó en forma más o menos sintética toda la historia. En aquellos días comprendió, por ejemplo, que estaba encerrado en una sala con dos puertas que solo se abrían desde afuera. También que cada médico o enfermero que entraba seguía un estricto protocolo: debía ponerse un equipo de protección personal con lentes, barbijo, guantes y camisolín que descartaban allí mismo.

Augustower evolucionaba bien pero para pasar a sala tenía que dar dos veces negativo el hisopado, lo cual no ocurrió. El primero dio bien y el segundo resultó positivo. “Me dijeron que era esperable porque pueden quedar secuelas y a veces el hisopado no da totalmente negativo”, explica. A los pocos días volvieron a hacerle el test y, esta vez sí, dio dos veces negativo.

Él empezó a pedir por favor que lo pasaran a sala: había tomado conciencia del paso del tiempo, sufría el aislamiento y lo que más quería era ver a sus familiares.

Y sucedió: un día pasó del piso dos al cuarto del hospital. Lo esperaban su esposa y su hijo Sebastián. Su hija Nicole no había ido porque estaba embarazada (espera para fines de julio). Fue un momento muy emotivo. Y también extraño. “Yo estaba 16 kilos más flaco, barbudo y no podía caminar. Pero no dejó de ser una emoción muy grande”, dice hoy.

¿Cuándo y cómo entendió lo que había pasado en el mundo una persona que estuvo casi dos meses desconectado de todo? Le empezaron a dar información de a poco. Le contaron que había fallecido “Pino” Marciano, quien había compartido aquella cena en el Costa Azul, y le ocultaron deliberadamente la muerte también por COVID-19 del expresidente de Trouville, Álvaro Rodríguez, quien era amigo personal. Eso recién se lo contarían tiempo después en su casa. “Y me afectó mucho anímicamente”, dice.

El regreso.

En la sala común estuvo una semana y llegó a su casa el 25 de mayo. Bajó de la ambulancia en silla de ruedas junto a su mujer y lo esperaba el resto de la familia. Hubo festejo con su círculo más íntimo, incluyendo a sus dos sobrinos, que son casi como hijos para él. Solo todos ellos saben por lo que pasaron.

Al principio él se movía con un andador en el apartamento. “No podía caminar ni ir al baño y ahora ya hago todo”, dice. Recibió más de 150 llamadas telefónicas en esos primeros días, cuenta. La primera vez que caminó solo fue a los 20 o 25 días. Pero se bamboleaba, todavía muy débil y cansado.

-El lunes le darán el alta. ¿Hay alguna explicación de por qué evolucionó tan bien?

-No hay una curación para el coronavirus, es un proceso evolutivo diferente en cada persona. La curación la están buscando -responde y es obvio que en estos dos últimos meses ha consumido mucha información sobre el COVID-19-. Pienso que en mi caso es un tema de resistencia. Jugué al basquetbol de joven. Pero yo no soy Superman. Esto le puede pasar a cualquiera y estoy sorprendido de haberme salvado. Tengan todos la esperanza de que la sociedad médica uruguaya hace lo mejor posible.

-¿Cree en algún Dios que lo pudo haber ayudado?

-Tengo profundo agradecimiento a los médicos. Y creo en Dios, pero también en el destino y en la suerte. Conocí pocas personas tan buenas y nobles como el presidente de Trouville, Álvaro Rodríguez. Si alguien no se merecía morir, era él.

Caminatas por la rambla y un molesto zumbido en el oído

Este lunes prevé que le den el alta domiciliaria, cuatro meses más tarde del inicio de esta historia. Hasta ahora Daniel Augustower casi no ha salido de su apartamento en Pocitos, salvo para ir al médico, alguna reciente caminata por la rambla y una frustrada ida al almacén del barrio: se olvidó de llevar el tapabocas porque no estaba acostumbrado y no le dejaron comprar. Tuvo que volver a su casa, agarrar el barbijo y volver a bajar.

Atrás quedó el cansancio extenuante e incluso la imposibilidad de caminar. La única secuela evidente que tiene es un serio problema auditivo, que en realidad se supone que es producto de un antibiótico que tuvieron que darle. Ni bien salió del hospital, le hicieron una audiometría y le dio cero por ciento de escucha. La segunda ya fue 30 y la tercera 34 por ciento. Escucha menos del oído derecho que del izquierdo. El tapabocas es algo que le complica en sus interlocutores y muchas veces pide que se lo saquen para poder leer los labios y ahí sacar más por contexto lo que le están diciendo.

Ya le explicaron que, cuando pasen unos 90 días desde su salida de cuidados intensivos, será el momento de la evaluación final y que todavía puede seguir mejorando.

Cuando pase ese tiempo, decidirán si le hacen un implante (que tiene cierto riesgo porque implica una operación) o si mantiene los audífonos. “Pero lo principal no es la no audición, que es solucionable, sino que me quedó una cosa que se llama tinnitus, un zumbido permanente sin solución en el mundo”, explica Augustower. Ese zumbido es intermitente: hay gente a la que le da de noche y es muy complicado porque no pueden dormir, dice. A él solo le pasa de día y por momentos. “Ya visité dos otorrinos y me tengo que acostumbrar a convivir con esto, no hay otra opción”, lamenta.

Respecto a la audición, tiene una secreta esperanza de que cuando pasen esos tres meses mejore y no deba usar implante ni audífono. Pero es solo eso, una esperanza. Mientras tanto, recuperó cinco o seis kilos de los 16 que perdió y asegura que ya es suficiente. “Yo estaba muy gordo, ahora estoy en buena forma. Es lo único positivo del COVID-19”, dice y se ríe.

Fuente : EL País 

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